viernes, 27 de noviembre de 2009

CARTA ABIERTA AL SR. ALDO ZUCOLILLO - DIRECTOR DEL DIARIO ABC COLOR. PARAGUAY

Asunción, 3 de noviembre del 2009



Señor

Aldo Zuccolillo

Director del Diario ABC

PRESENTE



Estimado Señor Zuccolillo:


Esta misiva tiene por objeto atraer su atención sobre una reflexión personal que tiene en cuenta, por una parte, la búsqueda de la verdad como objetivo del ejercicio y derecho del oficio periodístico y por otra - permítame ser honesto - el uso y el abuso que Vd. hace desde su Diario de ese oficio.

En principio, déjeme recordarle un hecho: el dictador Alfredo Stroessner está muerto. Su perseguidor y el de cientos de miles de compatriotas está muerto y bien muerto. Vd., como muchos de nosotros, pero no todos, ha tenido la suerte y/o la valentía de sobrevivir a la larga pesadilla del poder absoluto que el dictador quiso perpetuar. También ha tenido la suerte de ver aquello que se gestaba en nuestros anhelos de libertad y en nuestras labores de resistencia durante aquella pesadilla, vale decir una democracia amplia y representativa, que finalmente vio la luz en la Candelaria de 1989. Ese sueño, al concretarse y cruzar el umbral de la noche al día, empezó a caminar y conocerse poco a poco en sus graves limitaciones, en la precariedad de sus pasos en pos de su fortaleza institucional y de su destino de justicia y pan para todos. Ése es el sueño que aspiramos como hijos e hijas de la patria paraguaya, y que llamamos estado social de derecho.

Pero volvamos al dictador muerto, y en este caso algo que no existe pero no por ello parece estar menos presente: su fantasma. Sí, señor Zuccolillo, porque si algo o mejor alguien que a Vd. le persigue, es la maldición del dictador fallecido. No creo que cuando el finado Stroessner clausuró su Diario ante los abusos que el dictador cometía y que Vd. denunció haya mascullado alguna maldición, cuyo poder y hálito seguiría persiguiéndolo a Vd. después de su muerte. Pero de la manera que Vd. actúa, así parece ser. No sólo se siente usted perseguido, sino que el dictador muerto logró envenenarle el alma con sus propios miedos y adversarios, reales o imaginarios. El muerto perpetúa en sus víctimas un deseo de venganza insatisfecho. No soy sicoanalista pero puedo leer que la izquierda, por decir una palabra de múltiple connotaciones prácticas e ideológicas, tiene en la línea editorial de su Diario el lugar que en la retórica del dictador muerto ocupaba el comunismo. ¿No fue acaso Vd. acusado de comunista por los medios oficiales del estronismo? Hoy, de una manera quizá inconsciente, Vd. una de las víctimas de los atropellos de un régimen autoritario, se ha dejado ganar por este conjuro post mortem. Critica y juzga sin necesidad de comprobación previa y razonada a todo aquel que asome la cabeza por la izquierda o proclame ideas progresistas, ya sea desde el gobierno o desde las organizaciones sociales y políticas. En ese proceso se da, a mi juicio, una
metamorfosis trágica de la historia: los perseguidos se vuelven perseguidores.

El dictador muerto y su espectro cobran vida en los actos de otros que como Vd., desean adquirir la suma de poderes, sea los de las relativamente endebles y enfermas instituciones estatales que aún no se han instaurado con eficiencia y justicia en el país, sea el poder cada vez más incontrolable y despótico de los medios de la comunicación. Porque información es poder y, en el Paraguay de hoy, su Diario casi llega al monopolio del mismo. Y como todo poder, tiene una base material clara. ¿Se siente Vd. perseguido por proclamas liberales (y hasta neoliberales) como la reforma agraria o el ordenamiento territorial, rural y urbano? Si no estoy mal informado, una de las fuentes de su considerable fortuna deriva de la compra y venta de bienes inmobiliarios. Muchos de esos bienes han sido adquiridos por Vd. y fraccionados para ser vendidos a miles de compatriotas de escasos recursos. ¿No pueden otros de igual condición aspirar también a un mínimo bienestar, un pedazo de tierra, un techo, un trabajo, educación y salud para sus hijos? ¿Es que la manifestación pública u organizada de esas aspiraciones se han constituido en el fruto de la preocupación de Vd., en la amenaza constante a sus riquezas, que difícilmente disminuyan un ápice antes del término de su propia vida? Ninguna de las propuestas o proyectos sociales en curso proclaman la confiscación de esos bienes, sino pretenden construir medios alternativos e institucionales de acceso a ellos. Pero el objeto de esta sucinta comunicación no es el de discutir reformas y proyectos de país; para eso podría servir su Diario, para conducir la libre discusión de ideas y la factibilidad de su aplicación. La prensa no debe manifestar para perseguir adversarios o propagar el miedo a la diferencia ideológica, uno de los métodos de subyugación que más hábilmente utilizado el dictador muerto.

Mientras pierda Vd. el sueño por temores y paranoias análogas a las que aquejaban al difunto, seguirá ejecutando el pacto trágico de los “enemigos fieles”, quienes repiten ad infinitum los males que les fueron infligidos a fin traspasarlos a las nuevas generaciones.

Me permito sugerirle, señor Zuccolillo, que de un modo u otro, deje Vd. esta predisposición, disfrute con su familia y sus amigos de lo que ya tiene, y permita con un poco menos de mezquindad que otros puedan alcanzar una ínfima parte de algo similar. Asimismo, no anule ni menoscabe el derecho a la información veraz y objetiva, ni escatime esfuerzos para que los periodistas que trabajan en su Diario puedan recabar, investigar y discutir en profundidad las causas últimas de los problemas sociales e institucionales que nos aquejan, presentando así, equitativamente, las perspectivas de la totalidad de los actores sociales y políticos. Acaso pueda Vd. abolir de tal modo una de las herencias nefastas del dictador muerto: el miedo a la palabra; una palabra que él nos sustrajo a Vd. y a muchos. Podría así dibujarse también un país y cielo nuevos para aquellos y aquellas compatriotas que tan trabajosamente lo ansían y lo merecen.


Atentamente,


Rodrigo Villagra Carron

C.I. Nº 1.439.706

martes, 3 de noviembre de 2009

El mundo no cambiará si no se lucha contra la propaganda occidental [Traducido del inglés por Felisa Sastre]

En cierta forma, el control de la información es ahora mucho mayor en Estados Unidos o en Gran Bretaña o en Australia que lo fue en los años 1980 en Checoslovaquia, Hungría o Polonia. No existe “hambre por saber la verdad”- ansia de opiniones alternativas- por cada panfleto que desafiaba al régimen y al doble lenguaje en los libros y películas. Ese hambre intelectual no existe en Sydney, Nueva York o Londres como el que había en Praga, Budapest o Varsovia. Los escritores y periodistas occidentales raramente “escriben entre líneas” y los lectores ni esperan ni buscan mensajes ocultos.
La propaganda y la ausencia de opiniones diferentes, en su mayoría quedan sin respuesta. Da la impresión de que hemos olvidados cómo poner en cuestión los hechos. Parece que aceptamos la manipulación de nuestro presente y de nuestra historia; que incluso estamos en contra que quienes siguen firmes y defienden el sentido común, la verdad, y lo que es posible comprender con los ojos abiertos pero se niega en nombre de la libertad, la democracia y la objetividad (grandes palabras de las que se ha abusado tanto que han perdido su sentido.) ¿Estamos ahora en occidente iniciando de nuevo una época en la que señalar con el dedo a los disidentes, nos convierta en delatores y colaboracionistas? Hemos pasado muchos periodos como estos en nuestra historia, y no hace mucho, ¡no hace tanto tiempo!
Mientras tanto, mientras nuestros intelectuales colaboran con el poder y obtienen recompensas por hacerlo, grandes zonas del mundo están bañadas en sangre, se mueren de hambre, o sufren las dos cosas a la vez. El colaboracionismo y el silencio de quienes saben o deberían saber, les convierte en culpables del estado actual del mundo, al menos en parte.
Mientras nos ocupamos de machacar a Cuba por violación de los derechos humanos (unas decenas de presos, a muchos de los cuales en occidente se les acusaría de terrorismo, dado que públicamente quieren derrocar al gobierno y abolir la Constitución ) y a China por el Tibet (alabando por todos los medios al antiguo señor feudal religioso exclusivamente para molestar y aislar a China que es el objetivo principal de nuestra política exterior, un objetivo totalmente racista), millones de víctimas de nuestros intereses geopolíticos se pudren o están ya enterradas en el Congo (República Democrática del Congo), en el África subsahariana, en Papúa occidental, Oriente Próximo, y en otros lugares del mundo.
Por supuesto, las decenas de millones de congoleses que murieron hace un siglo (entonces por el caucho) fueron víctima sobre todo de la codicia europea por las materias primas. Hoy no son muy diferentes los motivos, aunque los asesinatos se lleven a cabo, principalmente por fuerzas locales y por los ejércitos del vecino Ruanda, tan leal a Estados Unidos, y por mercenarios. Tampoco son muy diferentes las razones en Papúa occidental, salvo que allí los asesinatos los perpetran soldados indonesios que defienden los intereses económicos de las corruptas elites de Yakarta y de las multinacionales occidentales; o en Iraq. En cualquier caso, no nos sentimos ultrajados. Los disciplinados ciudadanos de nuestros países se ponen el cinturón de seguridad, no tiran la basura a la calle, esperan a medianoche que la luz se ponga verde para cruzar la acera. Pero no se oponen a las masacres perpetradas en nombre de sus intereses económicos. Mientras esas masacres estén bien presentadas por los dirigentes de los medios y de la propaganda, mientras no se diga que los asesinatos se realizan para apoyar a las grandes empresas sino para mantener el relativamente alto nivel de vida de quienes viven en los llamados “países desarrollados”, mientras sea oficialmente por los derechos humanos, la democracia y la libertad. Una de las razones por las que la propaganda oficial sea tan fácilmente aceptada es porque ayuda a apaciguar nuestra mala conciencia.
En la universidad anglo-sajona, hacer públicas las propias opiniones es poco aconsejable, casi inaceptable. Para que lo entiendan, de un autor o conferenciante se espera que cite a otro: “El Sr. Green ha dicho que la tierra es redonda”, “el profesor Brown ha confirmado que ayer estaba lloviendo”. Si nadie lo ha dicho antes, es dudoso que haya sucedido. Y el escritor o conferenciante se siente desanimado para expresar su propia opinión sobre la materia que domina. En resumen: casi cada punto de vista o cada pequeña información se espera que la clase dirigente la confirme, o cuando menos, parte de ella. Se tiene que atravesar la censura encubierta.
Ahora, casi todos los libros de ensayo van acompañados de una larga lista de notas a pie de página, de la misma manera que los académicos y muchos autores de ensayo, en lugar de ofrecer sus propias investigaciones y trabajos de campo, se citan y vuelven a citar incansablemente unos a otros. Orwell, Burchett o Hemingway hubieran encontrado muchas dificultades para trabajar en un entorno semejante. Los resultados con frecuencia son grotescos. En Asia, existen dos excelentes ejemplos de esta cobardía intelectual y servilismo, no sólo de la comunidad diplomática sino también de la académica y periodística: Tailandia e Indonesia.
Al tener un conocimiento suficiente del español, me he dado cuenta que las actuales tendencias imperantes en Latinoamérica están escasamente reflejadas en las publicaciones estadounidenses, británicas y asiáticas. Mis colegas latinoamericanos se quejan generalmente de que resulta casi imposible en Londres o Nueva York debatir sobre el presidente venezolano, Hugo Chávez, o el boliviano Evo Morales con quienes no leen español, ya que sus opiniones suelen ser uniformes y frustrantemente tendenciosas.
En estos momentos, por supuesto, la izquierda es el asunto principal- el verdadero tema- en Latinoamérica. Mientras los periodistas y escritores británicos y norteamericanos analizan las recientes revoluciones latinoamericanas con las líneas de opinión de sus propios medios de comunicación, los lectores de todo el mundo (salvo que entiendan el español) apenas saben algo sobre las opiniones de quienes en estos precisos momentos están haciendo historia en Venezuela o Bolivia.
¿Con qué frecuencia aparece en las páginas de nuestras publicaciones que Chávez ha iniciado una democracia directa, que permite al pueblo participar en el futuro de su país por medio de incontables referéndum mientras los ciudadanos de nuestras “democracias reales” tienen que callarse y hacer lo que se les dice? A los alemanes no se les permitió votar si querían o no la unificación; los checos y eslovacos no fueron consultados sobre si estaban de acuerdo con su “divorcio aterciopelado”; los ciudadanos británicos, italianos y estadounidenses han tenido que calzarse las botas e ir a Iraq.
Pienso en las revoluciones que triunfaron recientemente- todas ellas tienen unas características comunes: educación e información. Para cambiar las cosas, la gente tiene que conocer la verdad, tiene que conocer su pasado.
Nunca habrá paz en este planeta, ni una auténtica reconciliación, si no desaparece esta cultura del dominio. Y el único camino para que desaparezca es afrontar la realidad y revisar y asumir el pasado. La responsabilidad de todo esto recae en quienes conocen el mundo y son conscientes del sufrimiento de sus pueblos, y son ellos quienes tienen que proclamar la verdad, sin importar cuál sea el coste, ni cuantos privilegios puedan perder con cada frase honrada (todos sabemos que el Imperio es vengativo) No se trata de decir la verdad a los poderosos (no se lo merecen) sino de enfrentarse a ellos. Hay que ignorar las instituciones actuales, desde los medios. al mundo académico, ya que en lugar de ser la solución constituyen parte del problema y son corresponsables de la situación del mundo en que vivimos. Sólo una multitud de voces que repitan lo que todos, excepto los países dominantes, parecen saber; voces unidas en un “YO ACUSO”, son las únicas que pueden acabar con los males actuales que dominan el mundo. Pero sólo voces verdaderamente unidas y en multitudes. ¡Con determinación y coraje!

Andre Vltchek

En mi casa me enseñaron bien


            Cuando yo era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:

Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.

Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.

            Y esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá, que nadie discutía. Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así nos mantenía a raya con la simple amenaza: “Ya van a ver cuando llegue papá”. Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás salían a trabajar. Porque había trabajo para todos los papás, y todos los papás volvían a su casa. No había que pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue. El respeto por la Autoridad de papá (desde luego, otorgada y sostenida graciosamente por mi mamá) era razón suficiente para cumplir las reglas. Usted probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un sometido, un cobarde conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero acépteme esto: era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me contenían, me ordenaban y me protegían. Me contenían al darme un horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas.. Y me ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la sensación de abismo, abandono y ausencia.

            Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o “escuchar cuando los mayores hablan”. Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas eran las mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de la casa las cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales ante la Sagrada Ley Casera. Sin embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas” mediante el sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al borde del universo familiar y conocer exactamente los límites. Siempre era descubierto, denunciado y castigado apropiadamente. La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y no había castigo sin culpables. No me diga, uno así vive en un mundo predecible. El castigo era una salida terapéutica y elegante para todos, pues alejaba el rencor y trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las travesuras no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal travesura tal castigo. Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a cumplir.
            Así fue en mi casa. Y así se suponía que era más allá de la esquina de mi casa. Pero no. Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había “travesuras” sin “castigo”, y una enorme cantidad de “reglas” que no se cumplían, porque el que las cumple es simplemente un estúpido (o un boludo, si me lo permite). El mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba. Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo siendo un ingenuo), nunca pude digerir, pero siempre me lo tengo que comer: "la impunidad". ¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad. En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero también había piedad. Le explicaré: Justicia, porque “el que las hace las paga”. Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, y su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo, y listo... Y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte, uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato.
            Las reglas eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en mi casa. Y así creí que sería en la vida. Pero me equivoqué. Hoy debo reconocer que en mi casa de la infancia había algo que hacía la diferencia, y hacía que todo funcionara. En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado. Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:

Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.


            Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo. Eso es lo que nos arruinó.. LA INSOLENCIA. Usted puede romper una regla -es su riesgo- pero si alguien le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar
papeles al piso, tratar de pisar a los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar... a no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes. La insolencia de romper la regla, sentirse uno vivo, e insultar, ultrajar y denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar. Así no hay remedio. La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza. La insolencia hace un culto de cuatro principios:


- Pretender saberlo todo

- Tener razón hasta morir
- No escuchar
- Tú me importas, sólo si me sirves

            La insolencia en mi país admite que la gente se muera de hambre y que los niños no tengan salud ni educación. La insolencia en mi país logra que los que no pueden trabajar cobren un subsidio proveniente de los impuestos que pagan los que sí pueden trabajar (muy justo), pero los que no pueden trabajar, al mismo tiempo cierran los caminos y no dejan trabajar a los que sí pueden trabajar para aportar con sus impuestos a aquéllos que, insolentemente, les impiden trabajar. Léalo otra vez, porque parece mentira. Así nos vamos a quedar sin trabajo todos. Porque a la insolencia no le importa, es pequeña, ignorante y arrogante.
            Bueno, y así están las cosas. Ah, me olvidaba, ¿Las reglas sagradas de mi casa serían las mismas que en la suya? Qué interesante. ¿Usted sabe que demasiada gente me ha dicho que ésas eran también las reglas en sus casas? Tanta gente me lo confirmó que llegué a la conclusión que somos una inmensa mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes? Yo se lo voy a contestar. PORQUE ES MÁS CÓMODO, y uno se acostumbra a cualquier cosa, para no tener que hacerse responsable. Porque hacerse responsable es tomar un compromiso y comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado. Además, aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son pocos pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber cuántos somos los que estamos dispuestos a respetar estas reglas.
            Le propongo que hagamos algo para identificarnos entre nosotros. No tire papeles en la calle. Si ve un papel tirado, levántelo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo con usted hasta que lo encuentre. Si ve a alguien tirando un papel en la calle, simplemente levántelo usted y cumpla con la regla 1. No va a pasar mucho tiempo en que seamos varios para levantar un mismo papel. Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos, aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla. Si es un automovilista, respete los semáforos y respete los derechos del peatón. Si saca a pasear a su perro, levante los desperdicios.

           Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de comenzar a desprendernos de nuestra proverbial INSOLENCIA. Yo creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual. Creo que la grandeza de una nación comienza por aprender a mantenerla limpia y ordenada. Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa. Porque hay que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el desafío. Los insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el tiempo. Nuestro país está condenado: O aprende a cargar con la disciplina o cargará siempre con el arrepentimiento.

¿A USTED QUÉ LE PARECE? ¿PODREMOS RECONOCERNOS EN LA CALLE?

Espero no haber sido insolente. En ese caso, disculpe.



Dr. Mario Rosen