martes, 3 de noviembre de 2009

El mundo no cambiará si no se lucha contra la propaganda occidental [Traducido del inglés por Felisa Sastre]

En cierta forma, el control de la información es ahora mucho mayor en Estados Unidos o en Gran Bretaña o en Australia que lo fue en los años 1980 en Checoslovaquia, Hungría o Polonia. No existe “hambre por saber la verdad”- ansia de opiniones alternativas- por cada panfleto que desafiaba al régimen y al doble lenguaje en los libros y películas. Ese hambre intelectual no existe en Sydney, Nueva York o Londres como el que había en Praga, Budapest o Varsovia. Los escritores y periodistas occidentales raramente “escriben entre líneas” y los lectores ni esperan ni buscan mensajes ocultos.
La propaganda y la ausencia de opiniones diferentes, en su mayoría quedan sin respuesta. Da la impresión de que hemos olvidados cómo poner en cuestión los hechos. Parece que aceptamos la manipulación de nuestro presente y de nuestra historia; que incluso estamos en contra que quienes siguen firmes y defienden el sentido común, la verdad, y lo que es posible comprender con los ojos abiertos pero se niega en nombre de la libertad, la democracia y la objetividad (grandes palabras de las que se ha abusado tanto que han perdido su sentido.) ¿Estamos ahora en occidente iniciando de nuevo una época en la que señalar con el dedo a los disidentes, nos convierta en delatores y colaboracionistas? Hemos pasado muchos periodos como estos en nuestra historia, y no hace mucho, ¡no hace tanto tiempo!
Mientras tanto, mientras nuestros intelectuales colaboran con el poder y obtienen recompensas por hacerlo, grandes zonas del mundo están bañadas en sangre, se mueren de hambre, o sufren las dos cosas a la vez. El colaboracionismo y el silencio de quienes saben o deberían saber, les convierte en culpables del estado actual del mundo, al menos en parte.
Mientras nos ocupamos de machacar a Cuba por violación de los derechos humanos (unas decenas de presos, a muchos de los cuales en occidente se les acusaría de terrorismo, dado que públicamente quieren derrocar al gobierno y abolir la Constitución ) y a China por el Tibet (alabando por todos los medios al antiguo señor feudal religioso exclusivamente para molestar y aislar a China que es el objetivo principal de nuestra política exterior, un objetivo totalmente racista), millones de víctimas de nuestros intereses geopolíticos se pudren o están ya enterradas en el Congo (República Democrática del Congo), en el África subsahariana, en Papúa occidental, Oriente Próximo, y en otros lugares del mundo.
Por supuesto, las decenas de millones de congoleses que murieron hace un siglo (entonces por el caucho) fueron víctima sobre todo de la codicia europea por las materias primas. Hoy no son muy diferentes los motivos, aunque los asesinatos se lleven a cabo, principalmente por fuerzas locales y por los ejércitos del vecino Ruanda, tan leal a Estados Unidos, y por mercenarios. Tampoco son muy diferentes las razones en Papúa occidental, salvo que allí los asesinatos los perpetran soldados indonesios que defienden los intereses económicos de las corruptas elites de Yakarta y de las multinacionales occidentales; o en Iraq. En cualquier caso, no nos sentimos ultrajados. Los disciplinados ciudadanos de nuestros países se ponen el cinturón de seguridad, no tiran la basura a la calle, esperan a medianoche que la luz se ponga verde para cruzar la acera. Pero no se oponen a las masacres perpetradas en nombre de sus intereses económicos. Mientras esas masacres estén bien presentadas por los dirigentes de los medios y de la propaganda, mientras no se diga que los asesinatos se realizan para apoyar a las grandes empresas sino para mantener el relativamente alto nivel de vida de quienes viven en los llamados “países desarrollados”, mientras sea oficialmente por los derechos humanos, la democracia y la libertad. Una de las razones por las que la propaganda oficial sea tan fácilmente aceptada es porque ayuda a apaciguar nuestra mala conciencia.
En la universidad anglo-sajona, hacer públicas las propias opiniones es poco aconsejable, casi inaceptable. Para que lo entiendan, de un autor o conferenciante se espera que cite a otro: “El Sr. Green ha dicho que la tierra es redonda”, “el profesor Brown ha confirmado que ayer estaba lloviendo”. Si nadie lo ha dicho antes, es dudoso que haya sucedido. Y el escritor o conferenciante se siente desanimado para expresar su propia opinión sobre la materia que domina. En resumen: casi cada punto de vista o cada pequeña información se espera que la clase dirigente la confirme, o cuando menos, parte de ella. Se tiene que atravesar la censura encubierta.
Ahora, casi todos los libros de ensayo van acompañados de una larga lista de notas a pie de página, de la misma manera que los académicos y muchos autores de ensayo, en lugar de ofrecer sus propias investigaciones y trabajos de campo, se citan y vuelven a citar incansablemente unos a otros. Orwell, Burchett o Hemingway hubieran encontrado muchas dificultades para trabajar en un entorno semejante. Los resultados con frecuencia son grotescos. En Asia, existen dos excelentes ejemplos de esta cobardía intelectual y servilismo, no sólo de la comunidad diplomática sino también de la académica y periodística: Tailandia e Indonesia.
Al tener un conocimiento suficiente del español, me he dado cuenta que las actuales tendencias imperantes en Latinoamérica están escasamente reflejadas en las publicaciones estadounidenses, británicas y asiáticas. Mis colegas latinoamericanos se quejan generalmente de que resulta casi imposible en Londres o Nueva York debatir sobre el presidente venezolano, Hugo Chávez, o el boliviano Evo Morales con quienes no leen español, ya que sus opiniones suelen ser uniformes y frustrantemente tendenciosas.
En estos momentos, por supuesto, la izquierda es el asunto principal- el verdadero tema- en Latinoamérica. Mientras los periodistas y escritores británicos y norteamericanos analizan las recientes revoluciones latinoamericanas con las líneas de opinión de sus propios medios de comunicación, los lectores de todo el mundo (salvo que entiendan el español) apenas saben algo sobre las opiniones de quienes en estos precisos momentos están haciendo historia en Venezuela o Bolivia.
¿Con qué frecuencia aparece en las páginas de nuestras publicaciones que Chávez ha iniciado una democracia directa, que permite al pueblo participar en el futuro de su país por medio de incontables referéndum mientras los ciudadanos de nuestras “democracias reales” tienen que callarse y hacer lo que se les dice? A los alemanes no se les permitió votar si querían o no la unificación; los checos y eslovacos no fueron consultados sobre si estaban de acuerdo con su “divorcio aterciopelado”; los ciudadanos británicos, italianos y estadounidenses han tenido que calzarse las botas e ir a Iraq.
Pienso en las revoluciones que triunfaron recientemente- todas ellas tienen unas características comunes: educación e información. Para cambiar las cosas, la gente tiene que conocer la verdad, tiene que conocer su pasado.
Nunca habrá paz en este planeta, ni una auténtica reconciliación, si no desaparece esta cultura del dominio. Y el único camino para que desaparezca es afrontar la realidad y revisar y asumir el pasado. La responsabilidad de todo esto recae en quienes conocen el mundo y son conscientes del sufrimiento de sus pueblos, y son ellos quienes tienen que proclamar la verdad, sin importar cuál sea el coste, ni cuantos privilegios puedan perder con cada frase honrada (todos sabemos que el Imperio es vengativo) No se trata de decir la verdad a los poderosos (no se lo merecen) sino de enfrentarse a ellos. Hay que ignorar las instituciones actuales, desde los medios. al mundo académico, ya que en lugar de ser la solución constituyen parte del problema y son corresponsables de la situación del mundo en que vivimos. Sólo una multitud de voces que repitan lo que todos, excepto los países dominantes, parecen saber; voces unidas en un “YO ACUSO”, son las únicas que pueden acabar con los males actuales que dominan el mundo. Pero sólo voces verdaderamente unidas y en multitudes. ¡Con determinación y coraje!

Andre Vltchek